El día había sido agotador. Daba la casualidad que un día a la semana Odd disfrutaba de una intensa jornada de estudios que se distribuía, ni más ni menos, que en cuatro infernales horas consecutivas de constante bombardeo informativo, teoría que debía asimilar y entender a la vez que tomaba los apuntes pertinentes para la posterior etapa extraordinaria de ejercicios que, para más inri, tenía un plazo límite de... 32 horas. Por si fuera poco, debía asistir al entrenamiento de Quidditch (pues la temporada ya había comenzado) en el que se pasaba la mayor parte del tiempo volando de aro en aro para para evitar el pase de la Quaffle que todo el equipo, por turnos, iba lanzando sin la mínima piedad ni consideración. Odiaba los Viernes, aunque por otro lado eran el comienzo de un pequeño entreacto más sosegado, previo a la inquebrantable rutina.
Estaba agotado y antes de retirarse a su sala común para intentar echar una cabezadita de lo más reparadora, quería despojarse del calor y el sudor que embriagaban cada poro de su piel. Estaba decidido, y sin pensárselo dos veces se adentró en el castillo y atravesó el pasillo que llegaba al baño de los prefectos. A esas horas no había nadie. Antes de girar la esquina y entrar, se cruzó con uno de sus compañeros de curso quien le preguntó qué iba a ponerse aquella noche. —El pijama, supongo —le contestó extrañado y con una mirada inquisitiva. Entonces, el chaval, que se dio cuenta, le contó el plan de la salida a Hogsmeade cuyo punto de encuentro se había establecido en la plaza central del pueblo a las siete en punto de la tarde. —Entiendo... —le contestó mirando brevemente hacia la pared detrás del chico para acabar posando la mirada en él otra vez, antes de despedirse y dar media vuelta hacia el inmenso baño. Se desvistió y disfrutó de un agradable e higiénico chapuzón. Listo para secarse, vació aquella piscina y se dirigió hacia donde supuestamente sus trapos (toallas) y prendas tenían la obligación de permanecer inconmovibles. Su mirada se peridó en el horizonte mientras su cerebro era asediado por flashbacks; no había pasado por la sala común para coger sus bártulos, y para colmo su varita también estaba guardada en el cajón del mueble nocturno que se extendía a pocos milímetros del lado diestro del lecho. Al volver en sí, se percató de su desnudez; cogió la túnica de Quidditch que se había quitado, y haciéndola una bola en el puño, se la colocó para tapar sus miembros más selectos y privados. Mirando a un sitio y después a otro, avanzó sigilosamente con las paredes como aliadas. Afortunadamente, no atisbó alma alguna que pudiera haberle visto, aunque no se caracterizaba precisamente por tener ojos en la nuca. Una vez en la sala común subió rapidamente hacia el dormitorio y, como durante el trayecto ya se había secado, se puso la ropa interior y se acostó; cansado y agotado como estaba (esperaba levantarse a tiempo para la pequeña excursión), se quedó frito en cuestión de cinco minutos.
Un golpeteo en la ventana extrajo a Odd de las profundidades del mundo onírico. Todavía atontado entreabrió los ojos, y al ver al cuervo en la ventana mirándolo atentamente y atizando picotazos al cristal, se incorporó. Vaya, un cuervo. ¿Qué hora es?, se preguntó. Inspeccionó el reloj de sol que había en los jardines y miró al cuervo de nuevo. —¡Gracias! —exclamó. Lo había despertado justo a tiempo, quedaban escasos minutos para que las campanadas del pueblo más puramente mágico que jamás hubiera existido, sonaran dando la hora. Ya lo decían, un cuervo siempre era señal de buena augurio. Se desperezó soltando un bostezo audible (había descansado placidamente, aunque poco rato) y se dispuso a vestirse. No es que tuviera mucho lujo entre sus pertenencias, pero pudo arreglarselas bastante bien. Se vistó sus calzas negras y encima unos pantalones ligeramente anchos que se ceñían por las pantorrillas; a continuación pasó la cabeza por el agujero de la camisa y se colocó las mangas largas y abombadas que se estrechaban en las muñecas, para después colocarse una casaca de lino encima, del color del cuervo. Luego se colocó su capa de lana verde oscuro, como el follaje de un Arce en primavera. Una vez se hubo calzado y cogió su varita, asintió al cuervo, que se fue volando, en señal de agradecimiento. Cerró los ojos y se apareció en Hogsmeade tan fácil y rápido como una lechuza emprende el vuelo.
Una vez allí, pudo observar como un grupo de gente se concentraba en círculo. No conocía a nadie más que de vista, exceptuando al Slytherin con el que había cruzado un par de palabras. Se colocó bien la capa y se acercó hacia allí. Mientras avanzaba, la flameante cabellera de una de las chicas distrajo su atención, escrutó con la mirada intentando verle el rostro a aquella doncella, era preciosa. Continuó caminando hacia el extremo opuesto del corro. —Buenas tardes, O'Grady —saludó amable y contento, guiñándole un ojo y con una ligera sonrisa mientras pasaba por su lado. Luego dirigió su voz hacia la minúscula congregación—: Cordiales saludos. Damas... —miró a las chicas una por una con su honda mirada, deteniéndose unos segundos más a contemplar a la muchacha del pelo de fuego—, Caballeros... —hizo lo propio—. Permítanme que les desee las buenas tardes —dijo reverenciándose leve y elegantemente, asomando una sonrisa de simpatía en sus labios—. Pueden llamarme Odd Thurston, Odd, Thurston o Rainer. Pero prefiero Odd, si no les importa.
OR:
Vaya... creo que me he extendido un poco. El próximo será más corto, lo prometo.